por Leila Guerriero
El 9 de julio de 2004, entre noticias patrias, los
diarios argentinos publicaban la historia de Bernard Heginbotham, un ex
carnicero británico de 100 años que, harto de ver los dolores de perra que
sufría su mujer Ida, de 87, postrada y enferma, había entrado a la habitación
del geriátrico en el que ella pasaba sus días y, usando artes de desangrador de
vacas, le había rebanado el cuello. Fue detenido y juzgado, pero la Corte de
Preston decidió que había sido “un verdadero acto de amor” y consideró que el
hombre había matado a su mujer para que no siguiera sufriendo. Que no había
culpa.
En circunstancias en las que todos hablan de piedad
y resignación, el buen salvaje de 100 años dijo no y se cargó a cuchillo la
vida de su dama, a la que había amado durante 67 años. Por ella, pero también
por él.
Decir que no, allí donde todos dicen sí, conlleva
un riesgo. Usada sin especulaciones, la palabra no es irreversible y
definitiva. Una declaración de principios. Una toma de posición que puede
parecer la cúspide del egoísmo. Quizás por eso asusta.
En la última semana de julio, el actor Fernando
Peña fue internado con neumonía. Cuando decidió abandonar la clínica por su
cuenta el miércoles 28 de julio de 2004, Catalina Dlugi, comentarista de
espectáculos de Canal 13, miró a cámara en el noticiero nocturno y dijo:
“Sabemos que Fernando va a reflexionar y se va a volver a internar, porque
quiere mucho la vida”. Reflexionar, dijo, como si Fernando Peña no hubiera
reflexionado. Como si decir no en esas circunstancias fuera irracional sólo
porque casi todos harían lo contrario: aferrarse al barbijo más cercano y
rogar, por favor, haga de mí lo que quiera, pero sálveme.
Malas noticias,
pésimas noticias.
Quizás no sea el caso de Peña, pero hay gente que
cree que no vale la pena vivir de cualquier forma y a cualquier precio. Que la
vida —la propia— no es un valor al que debamos proteger hasta las últimas
consecuencias bajo cualquier circunstancia. Hay gente que se suicida. Hay gente
que decide abandonar sus tratamientos para combatir el cáncer. Hay gente que,
una y otra vez, dice no, no y no, y acepta las consecuencias de esas opciones,
impensables en una sociedad cuyas aguas se dividen con el verso que versa no a
las drogas/sí a la vida, convencida de que hay ahí, en serio, una
contradicción.
Cuando alguien dice no a cosas a las que usualmente
se responde sí (sí quiero, sí creo, sí mamá, sí mi general, sí a la vida)
estamos en problemas: a nadie le gusta la gente que dice no. Quienes dicen no
contradicen todo lo que nos enseñaron desde la tierna cuna, desde el manso
moisés: seguirás los pasos de tu prójimo, serás como debas ser, sonreirás a tus
tías y vecinas, te transformarás en padre de familia, en madre de prole
prolija, parirás con dolor, soportarás con resignación, estudiarás, barrerás la
vereda en el horario permitido, te entregarás con confianza a los médicos,
obedecerás a tus mayores, te dignificarás trabajando de sol a sol, comprarás
heladera, televisor y freezer, y aspirarás a morir en paz y en los brazos de tu
dios.
Ya ven. El no es
un peligro vivo.
Las opciones socialmente importantes se ejercen con
sí, contrato firmado y cinturón de seguridad. “Sí quiero”, “sí juro”, y los
brazos de las instituciones se abren para acoger a sus hijos dóciles, los que
aceptan.
El no, en cambio, tiene otra fama. Sirve a padres y
madres como rienda corta para prohibirlo todo: “No toques, no grites, no
contestes, no vayas con extraños”, pero de un niño que dice repetidamente no se
supone que tiene el alma atravesada por la mala espina del berrinche. Todo el
mundo prefiere a los niños que dicen sí. La Biblia ordena: “No matarás, no
robarás, no cometerás actos impuros”, separando las aguas de lo que se puede y
no se puede, lo que se debe y lo que no.
Yo no tengo fe religiosa, y así, seca de toda
creencia, no robé ni maté (aunque impuros), pero no ha sido, precisamente,
porque crea en un dios vigilante, sino porque supongo que eso que se llama
libertad, Perogrullo dixit, de veras termina donde empieza el corral ajeno.
Le debo al no un puñado de certezas, tres formas de
la fe que no profeso: no creo en dios, no necesito casarme, no quiero hijos.
Sé otras cosas
de mí.
Que no me gustan los planes a largo plazo, que no
creo en ovnis ni en milagros, que no necesito ninguna respuesta a la pregunta
“¿para qué estamos acá?”. Que no cambiaría una sola de las cosas que hice en mi
vida. Que por todo lo que ya no seré (estrella de rock, acróbata, directora de
cine) no siento pena. Que de todas las cosas que no podré hacer jamás sólo me
apenan, horriblemente, dos. No poder volar. No ser inmortal.
Pero tengo
apenas 37. A lo mejor inventan algo.
Un breve buceo por mi infancia arroja este
resultado: yo decía siempre no a cosas que las niñas —y algunos niños— solían
aceptar con gusto. No, no me gustan las películas de Chaplin; no, no quiero que
me regalen muñecas; no, no me gustan las fiestas de cumpleaños; no, no quiero
llevarle flores a la maestra; no, no voy a ir a la bandera aunque sea
abanderada; no, no quiero actuar en la fiesta de fin de año.
Yo tenía 10 años y leía mucho. Libros, sí, pero
sobre todo historietas. Guardaba las que me gustaban mucho en un cajón de la
mesa de luz: una en la que Pepe Grillo contaba la vida del Pato Donald bebé;
otra en la que el Ratón Mickey, disfrazado de aprendiz de brujo, lidiaba con la
multiplicación de las escobas y los baldes.
Como era escapista y ermitaña, mis padres creían
que había que arrancarme a cualquier precio de las garras del ostracismo y me
mandaban a tomar clases de teoría y solfeo. Yo las odiaba. El conservatorio de
Junín, la ciudad donde vivía, era un lugar deprimente, repleto de gente gris y
siempre en sombras. Una tarde me harté, dije:
—No voy.
—Sí vas —dijo mi madre.
—No, no voy.
—Sí vas.
—No voy.
Llegó mi padre y seguí en mis nones. Entendí que
estaba buscando mi propia desgracia pero, como una libélula que se lanza contra
la luz hasta romperse la crisma, no pude parar. Mi padre me advirtió que si yo
no tomaba la clase, él rompería todas mis revistas. Lo miré y dije “Rómpelas,
yo no voy”. Fue a mi cuarto, vació la mesa de luz y las rompió. Todas. ¿No es
curiosa, no es maravillosa la naturaleza humana? Mi padre fue minucioso, y
cuando terminó, se fue. Me quedé un rato pegando con cinta las revistas
mutiladas. Se salvó poco, pero ese día no fui a mi clase y mientras pegaba las
revistas sentía un orgullo vago, exquisito. Había dicho que no, y había ganado.
Si uno se mantenía firme en su surco, y aceptaba las consecuencias, aun las
peores, se podía elegir.
Ese no dicho tan temprano me enseñó algunas de las
cosas que forman mi breve catecismo privado. Que siempre se puede elegir. Que
nadie nos lastima salvo cuando nos dejamos lastimar. Que el mundo es un sitio
peligroso donde cualquiera puede desatar su furia, por un motivo absurdo. Que
nunca estamos indefensos. Que la inocencia no existe.
Me gustan mis revistas rotas. Me recuerdan que no
debemos confiar en nadie, ni aferrarnos a nada. Pero sobre todo me recuerdan
que la venganza es el berrinche de los débiles. Que la verdadera venganza es el
olvido.
Cosas banales a las que suelo decir que no: decenas
de almuerzos, desayunos y vernissages, eventos con sándwiches y vino, viajes,
presentaciones, muestras, conciertos, obras de teatro, estrenos de cine, mesas
redondas, inauguraciones. De esa oferta variopinta, de esa Disneylandia de lo
gratuito a la que expone el oficio periodístico, he aceptado, siempre, poco. El
argumento usual (“queda mal si no vas”) no me afecta. En nombre de ninguna
convención social hago algo que no me interesa, y, en verdad, hay cierta
fascinación en esa evidencia de que nada tienta demasiado salvo lo que tienta
mucho, y entonces sí y a mucha honra.
Nos mienten que decir sí es mejor, porque el sí
forma personas dóciles. Renunciar, rechazar, no tener, no necesitar, es la
forma de ser fuertes. Es natural, claro, que nadie propicie la existencia de
personas así. Seres ascéticos, parcos. Seres que carecen por elección. Porque
han decidido que no necesitan.
La palabra no es, a veces, un enorme, desolado
desconsuelo. El poeta griego Kavafis escribió este poema que se llama “La
ciudad”: “No hallarás otra tierra ni otra mar/ La ciudad irá en ti siempre.
Volverás / a las mismas calles. Y en los mismos suburbios / llegará tu vejez; /
en la misma casa encanecerás./ Pues la ciudad siempre es la misma. Otra no
busques / —no la hay—,/ ni caminos ni barco para ti./ La vida que aquí
perdiste/ la has destruido en toda la Tierra”. Probablemente haya otras, pero
ésta es una forma bella y brutal de decir que somos, todo el tiempo, lo que
hicimos y lo que dejamos de hacer. Que no hay salida. Que no hay escape de
nuestra propia miseria.
En la página 99 de la edición que tengo de El oficio de vivir, de Cesare Pavese,
dice esto: “Nunca más deberás tomar en serio las cosas que no dependen sólo de
ti. Como el amor, la amistad y la gloria”. Compré ese libro a fines del año
1986, en una plaza de Buenos Aires, horas antes de subir a un ómnibus con rumbo
a un pueblo llamado Londres, Catamarca. Desde entonces, no tomo en serio nada
que no dependa de mí. Ni el amor, ni la amistad, y mucho menos esa cosa en la
que no he pensado nunca: la gloria.
Esta forma del
no es mi escudo perfecto: invisible.
A los 16 años pasé un tiempo noviando con una
suerte de galán de pueblo, dueño de una moto, amante de la velocidad,
trasnochador y mujeriego: un peligro. Un día de tantos pasó a buscarme en auto
y mi madre, alarmada, se opuso a que me fuera con semejante jinete.
—Te quedás acá.
—No.
—Te quedás.
—No.
Hay momentos así. Momentos en los que, se sabe,
después nada será igual. Me fui esa tarde sin llevar mis llaves, y lo último
que escuché fue el goteo de alguna amenaza, la promesa de “esto no va a quedar
así”. Era verano. Mientras el tipo conducía despacio —con un olor a Colbert que
me hacía el cuerpo agua, con su mano linda sobre mi rodilla— yo miraba la
ciudad y sentía el estrangulamiento de una revelación nueva. ¿Qué podían hacer
mis padres, después de todo? ¿Echarme de casa, tirar mis libros, encerrarme,
prenderme fuego, impedir que siguiera viendo a ese hombre? Cuando sentí que de
las opciones posibles ninguna me importaba, entendí el secreto. Lo entendí para
siempre: si estaba dispuesta a perderlo todo, si en verdad no me importaba,
podía hacer lo que quisiera.
Ese no fue,
probablemente, el principio de mi libertad.
A veces hay que decir que no para ganarlo todo.
Aunque duela. Tantas cosas duelen, y después pasan. Me gusta decir que no
porque me gustan las cosas limpias, definitivas. Me gusta decir que no porque
eso implica una puerta que se cierra, una certeza, un camino que sé que no voy
a tomar. Me gusta elegir, dejar atrás, no llevar lastre. Estar ahí, parada y
sola, y decidir que no. Se parece a saltar sin red. Se parece a tener coraje.
Claro que también digo que sí a muchas cosas. A
sumergirme en mundos que no conozco, a probar para ver qué hay, a subirme a
barcos cuyo destino ignoro. Pero yo nunca digo que sí. La única forma del sí
que yo conozco —la que prefiero— es... ¿por qué no?
***
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3 comentarios:
tu escrito polariza la vida, me gusta el final de un pensamiento abierto, "¿por que no?.
el mundo del NO, puede ser impactante, pero el SI aun mas..
uno es la representación de la negación, el otro de la aceptación, creo que este último puede ser mas escandaloso, el otro mas represivo.
tu escrito es bello por que es real, y muestra al ser humano en su plenitud, en el egoísmo puro de ser según sus convicciones, olvidando sus necesidades. es un hermoso tema de charla pero yo elijo quedarme aqui, saludos amiga.
Me encantó.
Me recordó ciertos pasajes "heróicos" y/o "estóicos" de mi vida.
Es lindo "hallarse" en los textos de otros. En la literatura notas que a veces no hay soledad.
Leila destripa algo cotidiano, pero profuso y profundo: nos enseñan el "no" perturbar a los demás, pero nunca nos señalan el "no" que marca nuestra individualidad, el "no" que nos preserva de las cosas de la sociedad que detestamos. El "no" de la libertad, del libre albedrío.
P.S. Con respecto al único problema filosófico serio -a la manera de Camus- con respecto a la libertad de morirse, no se puede defender la vida a rajatabla -como lo hacen ciertos médicos y sacerdotes fanáticos- cuando se conocen esos ángulos oscuros despojados de las esperanzas, o aquéllos iluminados por la esperanza del descanso pleno del vivir. Como en las líneas de Le Guin en "Un mago de Terramar": "Restaña la herida y cura la enfermedad, pero deja que el espíritu moribundo se vaya, si quiere irse".
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