junio 26, 2011

el no es un peligro vivo


por Leila Guerriero


El 9 de julio de 2004, entre noticias patrias, los diarios argentinos publicaban la historia de Bernard Heginbotham, un ex carnicero británico de 100 años que, harto de ver los dolores de perra que sufría su mujer Ida, de 87, postrada y enferma, había entrado a la habitación del geriátrico en el que ella pasaba sus días y, usando artes de desangrador de vacas, le había rebanado el cuello. Fue detenido y juzgado, pero la Corte de Preston decidió que había sido “un verdadero acto de amor” y consideró que el hombre había matado a su mujer para que no siguiera sufriendo. Que no había culpa.

En circunstancias en las que todos hablan de piedad y resignación, el buen salvaje de 100 años dijo no y se cargó a cuchillo la vida de su dama, a la que había amado durante 67 años. Por ella, pero también por él.

Decir que no, allí donde todos dicen sí, conlleva un riesgo. Usada sin especulaciones, la palabra no es irreversible y definitiva. Una declaración de principios. Una toma de posición que puede parecer la cúspide del egoísmo. Quizás por eso asusta.

En la última semana de julio, el actor Fernando Peña fue internado con neumonía. Cuando decidió abandonar la clínica por su cuenta el miércoles 28 de julio de 2004, Catalina Dlugi, comentarista de espectáculos de Canal 13, miró a cámara en el noticiero nocturno y dijo: “Sabemos que Fernando va a reflexionar y se va a volver a internar, porque quiere mucho la vida”. Reflexionar, dijo, como si Fernando Peña no hubiera reflexionado. Como si decir no en esas circunstancias fuera irracional sólo porque casi todos harían lo contrario: aferrarse al barbijo más cercano y rogar, por favor, haga de mí lo que quiera, pero sálveme.

Malas noticias, pésimas noticias.
Quizás no sea el caso de Peña, pero hay gente que cree que no vale la pena vivir de cualquier forma y a cualquier precio. Que la vida —la propia— no es un valor al que debamos proteger hasta las últimas consecuencias bajo cualquier circunstancia. Hay gente que se suicida. Hay gente que decide abandonar sus tratamientos para combatir el cáncer. Hay gente que, una y otra vez, dice no, no y no, y acepta las consecuencias de esas opciones, impensables en una sociedad cuyas aguas se dividen con el verso que versa no a las drogas/sí a la vida, convencida de que hay ahí, en serio, una contradicción.

Cuando alguien dice no a cosas a las que usualmente se responde sí (sí quiero, sí creo, sí mamá, sí mi general, sí a la vida) estamos en problemas: a nadie le gusta la gente que dice no. Quienes dicen no contradicen todo lo que nos enseñaron desde la tierna cuna, desde el manso moisés: seguirás los pasos de tu prójimo, serás como debas ser, sonreirás a tus tías y vecinas, te transformarás en padre de familia, en madre de prole prolija, parirás con dolor, soportarás con resignación, estudiarás, barrerás la vereda en el horario permitido, te entregarás con confianza a los médicos, obedecerás a tus mayores, te dignificarás trabajando de sol a sol, comprarás heladera, televisor y freezer, y aspirarás a morir en paz y en los brazos de tu dios.

Ya ven. El no es un peligro vivo.
Las opciones socialmente importantes se ejercen con sí, contrato firmado y cinturón de seguridad. “Sí quiero”, “sí juro”, y los brazos de las instituciones se abren para acoger a sus hijos dóciles, los que aceptan.
El no, en cambio, tiene otra fama. Sirve a padres y madres como rienda corta para prohibirlo todo: “No toques, no grites, no contestes, no vayas con extraños”, pero de un niño que dice repetidamente no se supone que tiene el alma atravesada por la mala espina del berrinche. Todo el mundo prefiere a los niños que dicen sí. La Biblia ordena: “No matarás, no robarás, no cometerás actos impuros”, separando las aguas de lo que se puede y no se puede, lo que se debe y lo que no.

Yo no tengo fe religiosa, y así, seca de toda creencia, no robé ni maté (aunque impuros), pero no ha sido, precisamente, porque crea en un dios vigilante, sino porque supongo que eso que se llama libertad, Perogrullo dixit, de veras termina donde empieza el corral ajeno.

Le debo al no un puñado de certezas, tres formas de la fe que no profeso: no creo en dios, no necesito casarme, no quiero hijos.

Sé otras cosas de mí.
Que no me gustan los planes a largo plazo, que no creo en ovnis ni en milagros, que no necesito ninguna respuesta a la pregunta “¿para qué estamos acá?”. Que no cambiaría una sola de las cosas que hice en mi vida. Que por todo lo que ya no seré (estrella de rock, acróbata, directora de cine) no siento pena. Que de todas las cosas que no podré hacer jamás sólo me apenan, horriblemente, dos. No poder volar. No ser inmortal.

Pero tengo apenas 37. A lo mejor inventan algo.
Un breve buceo por mi infancia arroja este resultado: yo decía siempre no a cosas que las niñas —y algunos niños— solían aceptar con gusto. No, no me gustan las películas de Chaplin; no, no quiero que me regalen muñecas; no, no me gustan las fiestas de cumpleaños; no, no quiero llevarle flores a la maestra; no, no voy a ir a la bandera aunque sea abanderada; no, no quiero actuar en la fiesta de fin de año.

Yo tenía 10 años y leía mucho. Libros, sí, pero sobre todo historietas. Guardaba las que me gustaban mucho en un cajón de la mesa de luz: una en la que Pepe Grillo contaba la vida del Pato Donald bebé; otra en la que el Ratón Mickey, disfrazado de aprendiz de brujo, lidiaba con la multiplicación de las escobas y los baldes.

Como era escapista y ermitaña, mis padres creían que había que arrancarme a cualquier precio de las garras del ostracismo y me mandaban a tomar clases de teoría y solfeo. Yo las odiaba. El conservatorio de Junín, la ciudad donde vivía, era un lugar deprimente, repleto de gente gris y siempre en sombras. Una tarde me harté, dije:
—No voy.
—Sí vas —dijo mi madre.
—No, no voy.
—Sí vas.
—No voy.
Llegó mi padre y seguí en mis nones. Entendí que estaba buscando mi propia desgracia pero, como una libélula que se lanza contra la luz hasta romperse la crisma, no pude parar. Mi padre me advirtió que si yo no tomaba la clase, él rompería todas mis revistas. Lo miré y dije “Rómpelas, yo no voy”. Fue a mi cuarto, vació la mesa de luz y las rompió. Todas. ¿No es curiosa, no es maravillosa la naturaleza humana? Mi padre fue minucioso, y cuando terminó, se fue. Me quedé un rato pegando con cinta las revistas mutiladas. Se salvó poco, pero ese día no fui a mi clase y mientras pegaba las revistas sentía un orgullo vago, exquisito. Había dicho que no, y había ganado. Si uno se mantenía firme en su surco, y aceptaba las consecuencias, aun las peores, se podía elegir.

Ese no dicho tan temprano me enseñó algunas de las cosas que forman mi breve catecismo privado. Que siempre se puede elegir. Que nadie nos lastima salvo cuando nos dejamos lastimar. Que el mundo es un sitio peligroso donde cualquiera puede desatar su furia, por un motivo absurdo. Que nunca estamos indefensos. Que la inocencia no existe.

Me gustan mis revistas rotas. Me recuerdan que no debemos confiar en nadie, ni aferrarnos a nada. Pero sobre todo me recuerdan que la venganza es el berrinche de los débiles. Que la verdadera venganza es el olvido.

Cosas banales a las que suelo decir que no: decenas de almuerzos, desayunos y vernissages, eventos con sándwiches y vino, viajes, presentaciones, muestras, conciertos, obras de teatro, estrenos de cine, mesas redondas, inauguraciones. De esa oferta variopinta, de esa Disneylandia de lo gratuito a la que expone el oficio periodístico, he aceptado, siempre, poco. El argumento usual (“queda mal si no vas”) no me afecta. En nombre de ninguna convención social hago algo que no me interesa, y, en verdad, hay cierta fascinación en esa evidencia de que nada tienta demasiado salvo lo que tienta mucho, y entonces sí y a mucha honra.

Nos mienten que decir sí es mejor, porque el sí forma personas dóciles. Renunciar, rechazar, no tener, no necesitar, es la forma de ser fuertes. Es natural, claro, que nadie propicie la existencia de personas así. Seres ascéticos, parcos. Seres que carecen por elección. Porque han decidido que no necesitan.

La palabra no es, a veces, un enorme, desolado desconsuelo. El poeta griego Kavafis escribió este poema que se llama “La ciudad”: “No hallarás otra tierra ni otra mar/ La ciudad irá en ti siempre. Volverás / a las mismas calles. Y en los mismos suburbios / llegará tu vejez; / en la misma casa encanecerás./ Pues la ciudad siempre es la misma. Otra no busques / —no la hay—,/ ni caminos ni barco para ti./ La vida que aquí perdiste/ la has destruido en toda la Tierra”. Probablemente haya otras, pero ésta es una forma bella y brutal de decir que somos, todo el tiempo, lo que hicimos y lo que dejamos de hacer. Que no hay salida. Que no hay escape de nuestra propia miseria.

En la página 99 de la edición que tengo de El oficio de vivir, de Cesare Pavese, dice esto: “Nunca más deberás tomar en serio las cosas que no dependen sólo de ti. Como el amor, la amistad y la gloria”. Compré ese libro a fines del año 1986, en una plaza de Buenos Aires, horas antes de subir a un ómnibus con rumbo a un pueblo llamado Londres, Catamarca. Desde entonces, no tomo en serio nada que no dependa de mí. Ni el amor, ni la amistad, y mucho menos esa cosa en la que no he pensado nunca: la gloria.

Esta forma del no es mi escudo perfecto: invisible.
A los 16 años pasé un tiempo noviando con una suerte de galán de pueblo, dueño de una moto, amante de la velocidad, trasnochador y mujeriego: un peligro. Un día de tantos pasó a buscarme en auto y mi madre, alarmada, se opuso a que me fuera con semejante jinete.

—Te quedás acá.
—No.
—Te quedás.
—No.

Hay momentos así. Momentos en los que, se sabe, después nada será igual. Me fui esa tarde sin llevar mis llaves, y lo último que escuché fue el goteo de alguna amenaza, la promesa de “esto no va a quedar así”. Era verano. Mientras el tipo conducía despacio —con un olor a Colbert que me hacía el cuerpo agua, con su mano linda sobre mi rodilla— yo miraba la ciudad y sentía el estrangulamiento de una revelación nueva. ¿Qué podían hacer mis padres, después de todo? ¿Echarme de casa, tirar mis libros, encerrarme, prenderme fuego, impedir que siguiera viendo a ese hombre? Cuando sentí que de las opciones posibles ninguna me importaba, entendí el secreto. Lo entendí para siempre: si estaba dispuesta a perderlo todo, si en verdad no me importaba, podía hacer lo que quisiera.

Ese no fue, probablemente, el principio de mi libertad.
A veces hay que decir que no para ganarlo todo. Aunque duela. Tantas cosas duelen, y después pasan. Me gusta decir que no porque me gustan las cosas limpias, definitivas. Me gusta decir que no porque eso implica una puerta que se cierra, una certeza, un camino que sé que no voy a tomar. Me gusta elegir, dejar atrás, no llevar lastre. Estar ahí, parada y sola, y decidir que no. Se parece a saltar sin red. Se parece a tener coraje.

Claro que también digo que sí a muchas cosas. A sumergirme en mundos que no conozco, a probar para ver qué hay, a subirme a barcos cuyo destino ignoro. Pero yo nunca digo que sí. La única forma del sí que yo conozco —la que prefiero— es... ¿por qué no?

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3 comentarios:

La abuela frescotona dijo...

tu escrito polariza la vida, me gusta el final de un pensamiento abierto, "¿por que no?.
el mundo del NO, puede ser impactante, pero el SI aun mas..
uno es la representación de la negación, el otro de la aceptación, creo que este último puede ser mas escandaloso, el otro mas represivo.
tu escrito es bello por que es real, y muestra al ser humano en su plenitud, en el egoísmo puro de ser según sus convicciones, olvidando sus necesidades. es un hermoso tema de charla pero yo elijo quedarme aqui, saludos amiga.

Anónimo dijo...

Me encantó.

Me recordó ciertos pasajes "heróicos" y/o "estóicos" de mi vida.

Es lindo "hallarse" en los textos de otros. En la literatura notas que a veces no hay soledad.

Aurore Dupin dijo...

Leila destripa algo cotidiano, pero profuso y profundo: nos enseñan el "no" perturbar a los demás, pero nunca nos señalan el "no" que marca nuestra individualidad, el "no" que nos preserva de las cosas de la sociedad que detestamos. El "no" de la libertad, del libre albedrío.

P.S. Con respecto al único problema filosófico serio -a la manera de Camus- con respecto a la libertad de morirse, no se puede defender la vida a rajatabla -como lo hacen ciertos médicos y sacerdotes fanáticos- cuando se conocen esos ángulos oscuros despojados de las esperanzas, o aquéllos iluminados por la esperanza del descanso pleno del vivir. Como en las líneas de Le Guin en "Un mago de Terramar": "Restaña la herida y cura la enfermedad, pero deja que el espíritu moribundo se vaya, si quiere irse".