Un texto publicado hace casi diez años y donde el autor delinea un entrañable recuerdo de Ernest Hemingway, quien en julio de este año cumplirá 110 de haber nacido y 48 de haberse quitado la vida.
En la casa de Ernest, por Arturo Córdova Just
"Como Dios, hay hombres que no tienen sombra, sufren de su paulatina desaparición, y jamás habrán de plantarse, con sus dos piernas, sobre la tierra; hombres que no recordarán lo que soñaron, porque tampoco han despertado. Son los que no apostarán por nadie, los metidos en su ego como en un tubo. Tan diminutos, que serán señuelo de los grandes cazadores. Tan solos, que nunca podrán acompañarse de sí mismos. Dios no es un ser benigno, devora a quienes lo invocan y, a un tiempo, es infinito por su ausencia.
Pocos hombres han observado la cara de Dios; una madrugada de julio de 1961, Ernest Hemingway, un hombre extraordinario, dándose el tiro de gracia (como alguna vez también lo hizo su padre) se encontró con que el vacío es imposible de llenar y la gloria sólo se goza, así son las paradojas entre los hombres. El cazador se convirtió en la presa de sí mismo. El león era una persona herida, rota en sus interiores. Acaso Hemingway había muerto en otros años, antes, al olvidarse de aquel muchacho de 24 años que paseaba, como un altivo tigre, por las calles de París.
Tal muchacho fue capaz de encerrarse en el museo del Louvre para desentrañar la secreta geometría de Cezanne; de eludir a los visitantes de la noche para solazarse en las evocaciones de Van Gogh y comprender que hay una matemática en las estrellas de Arles, y de que cada texto necesita de la minuciosa sed del artista que busca decir su mensaje, sin que el mensaje sea notado; las buenas palabras no se dan a la primera. Hemingway era un escritor de los que suben para mantenerse en alto, de los que han asegurado que un texto de excepcional factura debe ser frecuentado, una y otra vez, para que éste se entregue sin reservas.
Hay quienes lo vieron vagar hasta altas horas del alba, en la orilla izquierda del Sena. El deseaba percatarse de la sutileza del agua, de los matices incesantes del claroscuro. El amor nunca se olvida, y él decidió meterse en la prosa de Dostoievski, aceptar que las personas no están intactas, y el bien y el mal sólo pueden ser conocidos por quienes vencen el miedo, enfrentan los misterios de la soledad y se divierten sin necesitar de alguien. Estar vivos no consiste en respirar sino en mantener despierta la capacidad de asombro. Los dioses han muerto a manos de los arrogantes.
Hemingway fue el joven desconocido que aprendió que es imposible decirlo todo. Lo más hermoso, lo más terrible, alcanzan veracidad cuando el autor los transforma en metáforas. Hemingway fue el artista cachorro que optó por largarse de la casa materna para encontrar la libertad de equivocarse, porque intuía que sólo entregándose a una vocación es posible conquistar el mundo y que, para ser lo que él quería, era imprescindible leer y escribir con todo el cuerpo. Los escritores de verdad no traicionan sus dones. La juventud no es un tema de las edades, y la vida está sostenida por la temperatura y los hombres por su temperamento.
La victoria se mide por la intensidad del riesgo. El escritor también es un navegante y precisa fronteras en los lugares más inverosímiles. Hemingway fue un hombre en plenitud, dispuesto a descorchar el vino más rojo de la Rioja para los labios rojos de Ava Gardner; fue el escritor que entendió la quietud y la templanza de un torero como Antonio Ordóñez, es decir, que la inteligencia es una virtud del corazón y el instinto no es privativo de gatos o delfines, sino de una masculinidad que se mantiene atenta, y que un autor necesita de lugares limpios y bien iluminados para fraguar una prosa certera y cargada de sentidos.
A Hemingway no le detuvo la culpa, que es el callejón sin salida de los desolados. Fue el viejo que regresó, estando en La Habana, al París de sus conquistas, y detalló, para sus contemporáneos, el coraje y la ferviente terquedad que se requieren para convertirse en escritor; no empobreció su talento concesionándolo a sus detractores. Asumió que a un hombre, para completarse, le resulta imprescindible una épica. Vida y muerte nacen juntas. La lucha de un autor es por sus demonios y con sus ángeles.
Ernest Hemingway y la voluntad de hacerse en solitario. El mundo no será de los que se desploman hacia adentro, sí de los que se la juegan por lo que creen. Hay que escribir como se ama, defender el oficio por lo que posee de sabio. El joven que daba lecciones de boxeo a Ezra Pound, corría delante de los toros en Pamplona, cazaba para contener su inseguridad y se bebió, con Francis Scott Fitzgerald, las mejores botellas del vino de Médoc, mantuvo una caliente, voluptuosa distancia con Marlene Dietrich, fue el mismo que escribió cuentos tan memorables como "Los asesinos", y novelas ágiles, atemperadas y certeramente densas: Fiesta, Tener y no tener, El viejo y el mar.
Hemingway perdió múltiples batallas (el alcohol cobra sus víctimas y las relaciones amorosas pueden ser hasta el desastre, sin embargo, ha conservado su vigencia en la medida en que amalgamó el fondo con la forma). Los individuos son insustituibles, los más excelsos ejemplares de una civilización que está a punto de extinguirse. Su valor se concentra en ser únicos, no serializados. A Hemingway lo cercó el acoso, viviendo en Finca Vigía, a unos kilómetros de La Habana, no era bien visto por la poli ni por los políticos de su país (los diferentes provocan a los iracundos).
Tal vez después de caer con esos dos últimos disparos en la sala de su casa, en Ketchum, Idaho, un orgulloso joven de 24 años apareció para acompañarlo y decirle que, incluso en la tragedia, los héroes le darán cuerpo al deseo, nombre al amor y a las pesadillas, inventarán estilos nuevos de acercarnos los unos a los otros; menos destructivos y más líricos y personales, sustentados en la fe y la firmeza de que sí es posible (en un mundo donde la televisión ha secuestrado nuestras almas) la justicia y la literatura. Ernest Hemingway fue un león de grandes ligas, bateó elevados para rozar las nubes y nos demostró que los individuos más verosímiles son aquellos que cambian, no el curso de la historia sino el curso de las emociones..."